Raconto

23 06 2007

laberinto

Caminaba esta mañana por el Campo de Marte, había pasado lentamente por una feria de artesanos provenientes de varias regiones del país y luego de visitar algunos puestos, salí con dirección al instituto Goethe, tomé esa avenida inútil que parte en dos el parque más grande de Lima, y tras unos breves pasos apareció silenciosamente a mi izquierda una extraña construcción. Discordante con el entorno general, resaltaba como un espacio gris enorme dentro de una masa verde conformada por árboles y pasto, era el “Ojo que Llora”, la obra de la artista peruano-holandesa Lika Mutal, actriz de formación que devino escultora al llegar al Perú en los años 70.
las ofrendas

Asentada sobre una explanada conformada por piedra chancada y cantos rodados dispuestos en forma de laberinto circular, el “Ojo que Llora” es una piedra de forma irregular que ocupa el centro de ese laberinto y tiene incrustada en uno de sus lados otra piedra esférica dispuesta de tal manera que pareciera ser un ojo que mira fijamente al visitante. De las junturas de ambas rocas mana un hilo de agua que le da a la escultura la apariencia de una naturaleza afligida.
Veo a dos mujeres pasando despreocupadamente por el monumento, se detienen a leer el solitario letrero informativo de la obra, la niña que viene con ellas parece más intensada en jugar con las pequeñas piedras que encuentra en el piso, no se percata de los nombres escritos en los cantos rodados distribuidos ordenadamente a sus pies, son los nombres de los muertos y desaparecidos durante los años del terrorismo.
nombres otros nombres

Lika Mutal tuvo una especie de visión que le dijo cómo debía ser este recordatorio de lo que no debe volver a suceder, recibió mucho apoyo para su empresa y también se levantaron voces en su contra clamando la desaparición de la obra. Así, entre puntos de vista muy peruanamente discordantes y después de tumbar algunos de los pocos pero necesarios árboles que necesita la ciudad, nació el “Ojo que Llora”.
Me quedo momentáneamente solo y comienzo a tomar fotos del monumento, dos vasijas al pie de la roca llaman mi atención, parecen dos continentes para ofrendas o “pagos” al estilo de las comunidades andinas, están vacías y sus paredes cubiertas por la ceniza. Otro grupo de muchachas venidas de algún instituto o universidad se acerca, parecen menos interesadas por la escultura que las mujeres que llegaron antes, conversan de sus cosas mientras observan la triste silueta de la roca, una de ellas le encuentra cierta semejanza con el perfil del novio de su hermana, todas ríen mientras se alejan. Me digo que tal vez son muy jóvenes para recordar, o para recordar que hay cosas que recordar.
el pequeño ojo

Uno de los ladrillos que circundan la obra está salido de lugar, quiero arreglarlo pero me contengo, prefiero poner sobre aviso al guardián y evitar que me culpe del aparente descuido de algún visitante anterior. Me pregunto antes de irme, cuánta gente pasa a ver el monumento, cuántos se sienten tocados por la obra, cuántos se detienen a leer los nombres de los desconocidos, cuántos asumen la reconciliación como un tema pendiente entre los peruanos. ¿Esa reconciliación que aguarda su momento necesita una obra como esta? ¿No deberíamos aspirar a alcanzarla primero? Tal vez todos deberíamos tener nuestro propio “Ojo que Llora” en cada casa y en cada pecho. Pienso en esto mientras me alejo, cruzo la avenida Salaverry, hay mucha gente caminando a mi alrededor, pensando en sus propios mundos, sospecho que la mayoría no sabe que detrás de esas rejas y esa loma cubierta de grama se esconde un lugar dedicado a la Memoria, memoria débil, colectiva, falsamente culposa, memoria blanca, roja, negra, amarilla. Memoria nuestra al fin.


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